Un director vocal compartió una imagen con una nota al pie. Un productor la publicó. Un iluminador completó el relato. Una directora de ópera replicó el mensaje. En pocos minutos, una comunidad lo compartió y unió en un mismo sentir.
Así, una polifonía de voces se alzó desde aquella tarde en la que se les escapaba el mundo, para remontar vuelo y escuchar en palabras ajenas los ecos de un pensamiento que cada una sentía propio. El rumor resonó a la distancia y cada voz se actualizó en otra semejante.

 


 

¿Pero qué decía aquel mensaje? Tan solo unas breves líneas recordaban una leyenda conocida como la luz de los fantasmas. Una tradición del mundo del espectáculo que cuenta que al quedar vacíos los teatros, siempre debe permanecer una luz encendida sobre el escenario. Generalmente, una lámpara de pie que brille en la oscuridad, mientras es abrazada por una soledad muy concurrida.
Algunos creen que su origen tiene lugar hacia el 1800, cuando se produjo la primera gran transformación en la iluminación teatral con la introducción de la luz a gas. Por ese entonces, se dejaba una luz encendida en el centro del escenario con el objetivo de liberar una pequeña carga de gas evitando así que se levante presión en las cañerías.

 

 

Hoy podría pensarse que se deja para mantener un punto de luz en medio de la gran boca oscura del escenario, previendo algo de claridad para que aquellos que vuelven al día siguiente, no confundan sus pasos y un haz de luz que les indique el camino. Sin
embargo, hay quienes creen que esa luz permanece encendida para iluminar el deambular de cada fantasma en su teatro -pues bien sabemos que en cada teatro hay al menos uno-, dar luz a sus pasos, ver los bailar, actuar y recorrer la sala. Después de todo, es la luz de los fantasmas.
Pero como se ha dicho, esa luz también queda encendida para recordar que alguien está por regresar. El motor del teatro que cobra vida cuando huye el día y se esconde tras los telones del escenario, es el que hoy espera con ansias el gran día. Todos aquellos que dan vida a la magia del teatro y junto a los fantasmas, noche a noche, trabajan en la ilusión de quienes llenan las butacas, son los que hoy sueñan con volver. Solo así se comprende que las luces de los fantasmas hoy se encuentren encendidas pero con una tercera razón. Esta vez como un faro. Marcando la senda por donde debemos regresar.

Fue Matías Ibarra quien me hizo llegar esas líneas -que a su vez había tomado del muro de Joaco Duhalde Longhi-, Marcelo Soto quien me explicó los tecnicismos del artificio y María Concepción Perre una de las primeras es replicarlo. Todos hablábamos de lo mismo.
Todos queríamos hacer propias aquellas palabras de origen ajeno, pero que sentíamos tan nuestras. El significado era el mismo para nosotros.
Hoy cobran un nuevo sentido antiguas vías de comunicación. De la oralidad de las leyendas al re-post en redes sociales. De la cita paródica de Cervantes o Borges al arroba de nuestros días. Pero además, hoy lo que se reinventa y redescubre no son solo las formas, sino la vida misma. “Hay que cambiar la vida sin salirse de la vida”, escribió Cortazar, con quién -debo admitirlo- me siento más cómodo que con los arrobas. Y aquí estamos: “nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”, esta vez, Neruda. Para finalizar, las dos últimas frases de aquel mensaje: “Desenchufaremos esas luces en poco tiempo. Mientras tanto, les dejo una ‘luz de los fantasmas’ para recordarle al mundo que VAMOS A REGRESAR”